
Mientras me los ponía inmediatamente, le
contesté de manera fresca “no, no tengo
ningún problema”. Mis pupilas estaban a salvo. “¿Y qué haces siguiéndome lunes tras lunes?” me dijo con una voz
temblorosa. “Vivo cerca” le respondí,
y esa vez sí decía de verdad. “¿Oh si?”.
Ajá, está de ánimos de sarcasmo, me
piqué y asentí, siguiéndole la corriente. “…¿podrías dejar de verme como si fuera un plato de comida?” Fue lo único que
llegué a oír. ¿Qué clase de ojos son esos? Brillan de manera excesiva… me distraen,
y eso me molesta mucho. De pronto sentí cómo la rabia emergía dentro de mí, por
lo impotente que me sentía. Ninguna persona antes me había hecho
desconcentrarme de esa manera. “Yo no te estaba mirando” le respondí
totalmente cínico. “¿Ah no?” sigue
con el sarcasmo, y exploté: “NO”. Madre mía… me quedé estático al darme
cuenta lo que había acabado de hacer. Le grité para sus adentros, pero ella parecía confundida consigo misma. Uff. Así
que atiné a decirle un “NO” que
saliera, esta vez, de mi boca para disimular. “Entonces si tú no me mirabas…” Me
salvé, bien Alessandro, disimula, disimula… y negué con la cabeza “¿…qué hacías?” Y lancé una última bomba para declararle mi falsa
inocencia “Eso ya no es de tu
incumbencia, pero yo vengo acá a descansar así como tú y cualquier transeúnte de
este pasaje”. Hasta me sentí mal de ser tan vil mentiroso. Pero ella tiene
la culpa, esos ojos la tienen. Hice que me crea, le alojé esa idea a la cabeza…
y ella se veía tan confundida, tan perpleja, tan bonita. “Entonces, ¿tú no me observabas?” me preguntó con timidez y negué
con la cabeza nuevamente confirmando mi mentira.
No dejaba de mirarme, de querer encontrar el
misterio detrás de mis lentes. Quizás sabía que le estaba mintiendo, es muy perspicaz. Antes de que dudara de mí la miré y susurré en su mente que yo
no la miraba ni iba todos los días a esa banca… y para divertirme un poquito
más, como un suspiro agregué: estás un
poco paranoica, estás lo… “Pues bien, disculpa” me interrumpió y se fue. Me
dejó perplejo, una vez más. La odio, nadie me deja así.
No fue ningún lunes más a ese maldito café. Pasé
un mes sentado en la banca esperándola,
y no pareció ni su sombra, pero no me rendí, hasta que, finalmente, la vi
acercándose por la esquina comprando en el kiosko. Estaba radiante. Había
extrañado aquel pelo liso, esas piernas pequeñas pero fuertes y, sobre todo,
aquellos ojos que yo estaba a punto de ver de cerca. Guardé el periódico que estaba
leyendo e hice que una pareja de ancianitos que andaba en el pasaje
vayan al café y se sienten en la mesa cuadrada. Hice que se todos los transeúntes
llenaran el café. Ya no había sitio para ella.

“¿Esto es una clase de broma?” me interrumpió. ¿Cómo hacía para sorprenderme
tanto y agarrarme
